Día a día tenemos que responder ante los desafíos de la vida y siempre se nos abre un abanico de posibilidades. Algunas son más rutinarias y tal vez se han hecho un hábito adquirido con el paso del tiempo: levantarse, comer, trabajar, compartir con la familia y los amigos, descansar, acciones que se repiten y que se asumen como parte de la vida.
Pero, hay otras situaciones, muchas veces inesperadas o sorpresivas, frente a las cuales nuestra respuesta no siempre es fácil o la misma que hemos adquirido por nuestros hábitos.
Cuando se cierne sobre nosotros la amenaza, la agresión, el abuso o cualquier otra situación en la que nuestra dignidad e integridad se ven pasadas a llevar, nos encontramos entonces delante de una disyuntiva en la que la violencia emerge como una respuesta posible. Incluso, para algunos, la violencia es vista como una forma eficaz para conseguir un objetivo necesario y bueno para muchos.
Lamentablemente en la historia de la humanidad hay miles de ejemplos de violencia. Hay personas que actúan con violencia, hay grupos y naciones enteras que se organizan para agredir a otras. Las razones esgrimidas son muy variadas y la intensidad desplegada en actos de violencia lo es también. Sin embargo, a la hora de verificar las consecuencias de la violencia nos encontramos más o menos con lo mismo: independientemente de la cantidad de personas y lugares afectados, siempre queda una secuela de dolor, sufrimiento, heridas que no cicatrizan, rupturas que parecen irreparables, incluso muerte de personas. Todo esto nos hace pensar y rechazar la violencia como método para resolver tensiones y conflictos.
Hace 50 años vivimos en nuestro país un enorme quiebre institucional y democrático. Quizás nunca nos pondremos de acuerdo respecto a las causas que llevaron a ese momento y cuando se analizan las consecuencias, unos enfatizan algunas más que otras, mientras que otros ponen en evidencia algunos aspectos en desmedro de otros. La discusión permanecerá abierta.
Sin embargo, lo que todos deberíamos suscribir es que la paz es un valor irrenunciable, que se ha de preservar y construir con el esfuerzo cotidiano de todos; es el único camino que abre horizontes de esperanza, porque se fundamenta en la común dignidad y respeto de todos los seres humanos. Por esta razón, Jesús de Nazaret decía con tanta convicción: “Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9). En el fondo, el que trabaja por la paz se hace hermano de los demás y por eso es feliz.